Apreciado pastor:
He vuelvo a sentir tranquilidad al recibir su última carta. Le
confieso que temí al pensar que no hubiese podido sobreponerse a su
último problema. Sin embargo, me alegra saber que, aunque lentamente,
va usted asimilando los dolorosos procesos que forman la vida de un
pastor de almas. Creo, no obstante, que no se está dando cuenta usted
del crecimiento que ha alcanzando hasta ahora en el sagrado arte de
cuidar el Rebaño, pero yo, que lo sigo a la distancia, puedo percibir
que Dios está formando en usted un hermoso corazón de siervo.
El problema que me plantea recientemente no merece poca atención, y
sé que es un asunto que han debido enfrentar todos los que ministran en
el altar. Me refiero al querer ver resultados en el tiempo que no es
el señalado para tal fin.
Me ha escrito usted:
“Siento que estoy perdiendo el tiempo. Me pregunto si he estado
haciendo las cosas correctamente. A juzgar por los resultados, creo
que la respuesta es negativa. Le aseguro que me he esforzado en seguir
sus instrucciones y hasta puedo decirle que he sentido una gran
sensación de paz y reposo espiritual. Sin embargo, no cosecho el fruto
que espero y por el cual he trabajado. Eso, Pastor, me desanima y,
sobre todo, me impacienta”.
Me ha escrito usted así mismo:
“Me siento en cierta forma presionado al escuchar algunos
comentarios de varios ministros y predicadores tales como: “Este es el
tiempo de la Iglesia”, o “El tiempo de los cristianos”, o “El tiempo de
la cosecha”, o que “Debemos aprovechar este tiempo de avivamiento, y
quien no lo haga perderá esta última oportunidad que está concediendo
Dios a la Iglesia”.
Y es por eso que he querido escribirle acerca del tiempo de Dios.
No acerca del tiempo de los hombres, sino acerca del tiempo de Dios.
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”. (Eclesiastés 3:1)
Dios, hermano pastor, tiene Su tiempo. Él tiene Sus estaciones.
Cada una de ellas muy especial y diferenciada de las otras. Y eso es
algo que muchos ignoramos. Debido a esa ignorancia, cometemos grandes
equivocaciones y obramos muchas veces con ligereza. Ese
desconocimiento nos lleva a ser impacientes. Y creo, hermano pastor,
que ese es su problema.
El hombre dedicado al trabajo en el campo, a la siembra, al cultivo de
la tierra, dedica gran parte de su vida al conocimiento de las
condiciones atmosféricas; está constantemente pendiente de ellas. Y
esto por una razón muy simple: de las condiciones de la atmósfera
depende todo lo que él hará, cómo lo hará y, sobre todo, cuándo lo hará.
El clima condiciona la vida a tal extremo, pastor, que un connotado
científico norteamericano, el Dr. Mills, dedicado durante muchos años
al estudio del clima y de los estados atmosféricos y sus efectos sobre
el hombre, escribió un libro cuyo título nos dice mucho: “El clima hace
al hombre”
Y es que, aunque no estemos de acuerdo con la afirmación de ese título,
hemos de reconocer que el clima, en realidad, ejerce una notable
influencia en muchas de las cosas que hacemos.
Por eso, amado amigo, dedicaré estas líneas para hablarle acerca de las estaciones de Dios.
Empecemos por el invierno. Cada 21 de diciembre comienza esta
estación en las zonas templadas de la tierra. Y muchas veces más
comienza en la vida espiritual de cada creyente.
Como sabrá usted, esta estación se caracteriza por ser un tiempo de
frío máximo en el cual, la escasez o cierta ausencia de los rayos del
influye en una medida no pequeña sobre algunos procesos vitales en
las plantas tales como la germinación, la aparición de flores, la
profusión de nuevas hojas y la fructificación. Por eso, no es este el
tiempo cuando una planta luce mejor, más radiante o más hermosa.
Sin embargo, a pesar de las bajas temperaturas, las raíces de los
árboles se desarrollan principalmente durante este tiempo. Y esas
raíces sirven para permitir la alimentación de la planta y su firme
sujeción a la tierra dándole estabilidad y buen fundamento. Por eso
podemos decir que el invierno es un tiempo de preparación, pues en él
se establece el fundamento. Es entonces cuando se afirman los
fundamentos de la planta, estableciéndose las bases y la seguridad para
cuando llegue el tiempo de los vientos que arremeterán contra ella.
Además, el invierno es un tiempo cuando las plantas no producen frutos; hay una ausencia total de ellos.
Y todo esto, apreciado pastor, tiene mucho que enseñarnos a
nosotros, pues como creyentes también nos toca enfrentar una estación
de invierno en nuestra vida espiritual. No, no estoy tratando de
demostrarle que tenemos que atravesar un tiempo malo. Los tiempos
malos se presentarán en cualquier estación. Solamente estoy tratando
de recordarle que a todos nos toca vivir un tiempo de invierno en
nuestra vida espiritual. Y ese tiempo tiene sus cosas buenas y sus
cosas malas; o, expresado de una mejor manera: tiene aspectos que nos
agradan y aspectos que no son de nuestro agrado. Y tanto los unos como
los otros son necesarios, inevitables e impuestos por Dios.
¿Sabe cómo reconocer a un cristiano que atraviesa su invierno
espiritual? Pues es el tiempo cuando sentimos que nuestra vida no
tiene ni el colorido ni la belleza que debería tener delante de Dios.
Es el tiempo cuando nos sentimos fríos, espiritualmente hablando.
Cuando no vemos nuestros frutos. Cuando se despierta cierto sentido de
impaciencia y de frustración. Cuando la oración tiende a perder parte
de su fuego y de su insistencia. Me preguntará usted, tal vez:
Pero… ¿Puede acaso un verdadero creyente vivir un tiempo así y
considerar que es algo normal? ¿No predican muchos hombres ungidos hoy
en día exactamente lo contrario?
Déjeme hacer una breve aclaratoria: yo no le estoy diciendo que sea
normal o anormal, que sea bueno o que sea malo. Solamente le estoy
diciendo que todos los creyente atravesamos esa estación. Y si alguno
lo niega, a todas luces está mintiendo. Todos vivimos momentos
gloriosos y otros no tanto.
Durante esa estación miramos a otros creyentes y sentimos la tentación
de envidiar su radiante y llamativa espiritualidad. Sentimos que otros
están creciendo y nosotros no, que otros están avanzando y nosotros no,
que otros están siendo bendecidos, y nosotros no.
Sin embargo, este es un tiempo de crecimiento aunque no seamos
conscientes de ello. Estamos creciendo, aunque no nos estemos dando
cuenta. Es un tiempo por el cual pasamos todos los creyentes con el
fin de ser fortalecidos en la fe. Es el tiempo cuando se nos insta a
prepararnos para algo que quizás tardará mucho en llegar y que, siendo
sinceros, dudamos que llegue a ser posible algún día.
Me preguntará usted, entonces:
¿Y qué debo hacer entonces mientras dure esa estación en mi vida?
Tal vez mi respuesta le parezca simple, pero es la única que tengo:
cuando el creyente enfrente el invierno espiritual simplemente debe
aceptarlo. Y debe hacerlo no con resignación, sino con la plena
seguridad de que ese tiempo forma parte de su preparación en el
Espíritu. Debe, además, afirmar sus raíces, es decir, su fe, sus
principios, su doctrina. Debe entender que más adelante, dentro de
poco tiempo, vendrá otra estación en la cual los elementos del clima
harán que todo su ser se estremezca. Por eso, debe prepararse para la
dificultad mientras tenga tiempo para hacerlo. Aun los animales se
preparan durante algunas estaciones para poder soportar los rigores de
otras que enfrentarán más adelante. Fue Salomón quien escribió:
“Vé a la hormiga, oh perezoso, mira sus caminos, y sé sabio; la cual
no teniendo capitán, ni gobernador, ni señor, prepara en el verano su
comida, y recoge en el tiempo de la siega su mantenimiento”.
Por eso, creo que usted atraviesa ahora uno de sus inviernos. No se
impaciente. No trate de producir o encontrar grandes frutos. No es el
tiempo para ello. Sencillamente es tiempo para otra cosa.
En la próxima entrega te hablaré de La primavera.
Su amigo y compañero de ministerio,
José Ramòn Frontado
(Quien también tiene que aprender a vivir en cada una de estas estaciones)