Cuando mi hijo tenía solo tres años, él y
sus hermanas jugaban correteándose por toda la casa con grandes
carcajadas haciendo erupción cada tantos minutos cuando alguno de ellos
se acercaba a tocar a sus hermanos.
Las risitas fueron interrumpidas de
repente por un estrépito seguido de un llanto de dolor por una herida
ensangrentada. Me puse de pie y corrí hacia la sala donde el aparente
accidente había tenido lugar. Mi hijo había tomado la esquina del
cuarto demasiado rápido y había caído de cabeza sobre la esquina de una
mesa. Rápidamente le recogí del piso donde yacía y le abracé tanto para
consolarle como para examinar la herida…chorros de sangre brotaban de
su frente.
Para cuando llegamos al cuarto de urgencia, sus lágrimas
habían amainado un poco pero yo anticipaba nervioso el pequeño trauma
que nos esperaba. Tras examinar la frente de mi hijo, el médico
confirmó que necesitaría coser la herida para que pudiese sanar
adecuadamente.
La buena noticia era que sólo requeriría
un punto. La mala era que el médico planeaba cocerlo sin anestesia.
“Podemos puyarlo una vez o hacerlo dos veces”, me informó el médico.
Se
me dijo entonces que inyectarle la anestesia local sería tan doloroso y
traumático como coserle un solo punto. La puyada de la
sería
seguida por una segunda puyada para coser la herida. De mala gana
estuve de acuerdo con el médico y opté por la puyada única.
Animé a mi
hijo diciéndole que estaba siendo un “niño valiente” mientras los
médicos y yo le atábamos suavemente con un aparato para evitar que su
cuerpecito se moviese demasiado durante el procedimiento.
Por dentro
luchaba por aguantar las lágrimas mientras él me miraba con ojos
asustados pero confiados. “Sigue mirando a Papá”, le animaba. “Estás
siendo muy valiente”. Sus enormes ojos se mantuvieron fijos en los míos
mientras el médico lavaba suavemente la herida y se preparaba para
cerrar la herida con el punto de sutura.
“OK, aquí vamos”, dijo
suavemente el médico. “Esto será rápido”. “Sigue mirándome a mí”, dije
intentando sonreír y atraje sus confiados ojos hacia mí. “Papá está
aquí”. Con precisión y rapidez, el médico rápidamente metió la aguja
curveada en la piel hinchada cercana a la herida en la frente de mi
hijo.
Los ojos de mi hijo se agrandaron al
sentir el dolor. Entonces, en una voz sollozante que conllevaba la
dulzura e inocencia que sólo un niño de tres años puede invocar, me miró
y me dijo: “Por favor, Papito, no hagas eso de nuevo”.
Mi corazón se
quebrantó. ¿Cómo explicarle a un hijo de tres años que el dolor que
experimenta –un dolor que al menos en su mente, era causado por mí—era
inflingido con amor, con un deseo de traer sanidad? Increíblemente, ese
es uno de mis más preciados recuerdos de la niñez de mi hijo.
El procedimiento acabó casi tan rápido
como había comenzado y, después de unas cuantas horas, mi hijo había
regresado a las risitas con sus hermanas (aunque correr por la casa fue
prohibido desde ese día en adelante).
Su confianza y dulce respuesta a
la situación siguen penetrando mi corazón con amor hacia él. Ese
episodio también me recuerda del amor y cuidado de nuestro Padre
Celestial hacia nosotros y aquellos a nuestro alrededor quienes
pudiésemos experimentar un tiempo de sufrimiento en nuestras vidas.
En
mi mente, puedo visualizar a Dios sosteniéndonos como nuestro Padre cada
vez que estamos lastimados y diciéndonos que mantengamos la mirada y
confianza puestas sobre Él, aun cuando no comprendamos por qué nos pasan
las cosas. Cuando somos tentados a culparlo por nuestro dolor y
gritar: “Por favor, Papito, no hagas eso de nuevo”, podemos tomar
consuelo en saber que Él está muy cerca a nosotros y que nos ama y
confiar en que, aunque no siempre comprendamos, hay un propósito detrás
de cada cosa que nos pasa.
Así que mantengamos nuestra mirada en Él.
Confiemos en Él. Él nos sostiene y nos sana. Nunca nos soltará.
Sepamos también que aquella risa—o cualquiera sea la manera en que
expresamos nuestro gozo—volverá a ser parte de nuestra vida una vez
más.
Tim Wright
Fuente: www.AsAManThinketh.net
El autor del pensamiento de hoy no sólo
comparte una tierna historia familiar en la que, al igual que muchos de
nosotros, tuvimos que compartir algún percance o sufrimiento de nuestros
hijos, sino que nos lleva a un punto de reflexión
muy interesante. De la manera en que a veces hacemos responsable a la
persona equivocada cuando algo malo nos pasa, resulta interesante que
son muchos los que “culpan” a Dios por todo lo que pareciera interferir
con sus planes personales. Sin embargo, si algo podemos aprender de
nuestro caminar con Jesús es que Dios es bueno y siempre tiene nuestros
mejores intereses en mente… aún las circunstancias por las que
atravesamos y que parecieran negativas, si tan sólo podemos confiar en
Él, descubriremos tarde que temprano, que abrió la puerta a la bendición
tanto nuestra como de otros a nuestro alrededor. Atrevámonos a confiar
en nuestro Padre Celestial. Adelante y que Dios les continúe
bendiciendo.
Raúl Irigoyen
El Pensamiento Del Capellàn.