| El vencedor camina delante de ti Por Rod Parsley El Vencedor que va delante de nosotros vino a liberarnos y a guiarnos fuera de nuestra esclavitud. |
¿Te ha pasado que a pesar de saber lo que
el Señor
ha hecho por ti, muchas veces sientes que no hay salvación
ni
esperanza para tu vida? Puede ser que pienses que tu vida
ha sido
demasiado mala como para que Dios se fije en ti y te
restaure,
pero debes ser consciente en que vales la sangre de
Jesucristo. No
hay nada que hayas hecho lo suficiente malo, como para que
Dios te
ame menos. Ninguna condenación hay, Jesús ya pagó el
precio.
Dios y el hombre eran uno. Adán y Eva tenían comunión
libremente con su Padre en el resplandeciente paraíso. Su
relación
era de dulce abandono. No eran necesarias las garantías ni
las
reafirmaciones, y mientras la brisa fresca de la eternidad
soplaba
sobre sus frentes, Adán y Eva oían estas palabras: “¿Quién
nos
separará del amor de Dios?” ¡Qué Dios y qué jardín! Todo
complacía
a los sentidos y al gusto. La fuente de vida salpicaba
felizmente.
Lirios y jazmines florecían abundantemente y perfumaban el
aire
con sus aromas deliciosos. Los animales caminaban
apaciblemente
unos con otros. Pero usted conoce el final de la historia.
Allí mismo en medio del paraíso, Adán, el hijo de Dios,
y Eva,
se aliaron con el archienemigo de Dios, Lucifer. La más
grande
rebelión de todos los tiempos había comenzado. Dios
descendió a la
Tierra y con su espada encendida expulsó al hombre y a su
mujer a
las planicies del estéril Edén. La imagen de Dios se había
roto en
mil pedazos. Adán y Eva estaban ahora marcados por estas
espantosas palabras: muerte y tumba. El hombre se divorció
de lo
divino al rechazarlo y huir a los enredos del mal. La
codicia fue
concebida –la irresistible atracción de ser como Dios– y
tuvo como
fruto el pecado. La promesa engañosa de Satanás de conocer
el bien
y el mal se había cumplido. Pero no habilitó a Adán y Eva a
ser
como Dios.
En vez de ello, el conocimiento de cada atrocidad y
abominación
de maldad llenó sus seres. Y recibieron un exacto sentido
de todo
lo bueno que yacía ahora fuera del alcance de sus vidas
infectadas
con el pecado. Aún así, en el vacío de sus corazones,
estas
palabras resonaban: “Bienaventurados son los de corazón
puro,
porque ellos verán a Dios”. Lo puro se había transformado
en
poluto. El hombre y la mujer se apartaron de Dios,
formaron una
barrera impenetrable entre el Creador y su creación. Solo
el
Príncipe de los vencedores podría romper esta barrera del
pecado.
La Biblia nos dice: “Hay camino que al hombre le parece
derecho,
pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12). El
hombre
hizo lo que pensó que era bueno, pero resultó en muerte y
separación de Dios. La exposición a la corrupción de
Satanás trajo
consigo la enfermedad del pecado, y contaminó el flujo
sanguíneo
de toda la humanidad. Como consecuencia, el desorden y la
anarquía
señorearon sobre la Tierra. Satanás logró exitosamente
separar a
la humanidad de su misma sustancia y sustento de vida:
Dios el
Creador.
El hombre erró al blanco, el pecado se transformó en la
norma,
y la muerte fue decretada. Y desde el dolor, la angustia y
el
quebrantamiento de corazón, Dios clamó: “Fue mi amigo
quien me
abandonó”. Al reflexionar en lo horrible que es el pecado,
el
apóstol Pablo hizo la pregunta que intrigó a la humanidad
desde el
principio de los tiempos: “¿Quién me librará de este
cuerpo de
muerte?” (Romanos 7:24). ¿La respuesta? Jesús, el Vencedor
que va
delante de nosotros. Él es el León de la tribu de Judá. La
raíz de
Isaí; la rama de David. El Rey de Canaán resucitado, que
atravesó
las entrañas del infierno y emergió victorioso dejando una
tumba
vacía. Es el hijo de Fares que quebró la pena de la muerte
y el
poder del pecado. Es el reparador de brechas que
reedifica,
restaura y revive la relación rota entre un Dios eterno y
un
hombre temporal.
Aún así, a pesar de la gran condescendencia de Dios
hacia la
Tierra, en el fondo de nuestros corazones todavía nos
preguntamos:
“¿Dios podrá redimir mi vida?” Miqueas 2:12-13 afirma lo
siguiente: “De cierto te juntaré todo, oh Jacob; recogeré
ciertamente el resto de Israel; lo reuniré como ovejas de
Bosra,
como rebaño en medio de su aprisco; harán estruendo por la
multitud de hombres. Subirá el que abre caminos delante de
ellos;
abrirán camino y pasarán la puerta, y saldrán por ella; y
su rey
pasará delante de ellos, y a la cabeza de ellos Jehová”.
Note cómo comienza Dios: “De cierto (…) ciertamente…”.
Cada vez
que un edicto divino se declara en Las Escrituras, Dios
usa una
anunciación doble. Una anunciación doble es la repetición
de una
palabra o frase con el propósito de enfatizarla o
reforzarla.
Entonces cuando Dios dice: “Ciertamente, ciertamente”,
significa
doblemente cierto. No deja lugar para “quizás”, “tal vez”,
o
“algún día será”. En otras palabras, Dios dice: “Puedes
darlo por
hecho”.
Dios no lo dejará a un lado Ahora veamos qué es lo que dijo: “De cierto te juntaré
todo, oh
Jacob”. Permítame darle mi traducción de esta frase: “Dios
no va a
dejar a nadie de lado”. Cuando Él reúne a su Iglesia, no
hay
ninguna condición de pecado o color de piel que esté fuera
de su
alcance. Dios no va a dejarlo afuera. La gente dice: “No
soy lo
suficientemente bueno como para ser aceptado por Dios”.
Pero Dios
le responde: “Yo no quiero que ninguno perezca, sino que
todos
procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9, parafraseado).
Dios no
va a dejarlo de lado. Otros dicen: “No puedo ser tan bueno
como
para ser cristiano”. Pero Dios contesta: “Más Dios muestra
su amor
para con nosotros, en que aún siendo pecadores, Cristo
murió por
nosotros” (Romanos 5:
.
Dios no va a dejarlo de lado. Aún hay otros más que
dicen:
“Nunca seré tan bueno como para que Dios me use”. Pero a
ellos
Dios les dice: “Bástate mi gracia, porque mi poder se
perfecciona
en la debilidad” (2 Corintios 12:9). Dios no va a dejarlo
de lado.
No importa lo que usted haya hecho, lo que le hayan hecho o
lo que
le sucederá mañana. Dios no va a dejarlo de lado. En este
pasaje
de Miqueas vemos un cuadro profético de Jesús como el
Libertador y
Guiador. Él libera a las ovejas, rompe las ataduras que
las
mantenían cautivas.
Lo que una vez fue el decreto de muerte se ha
convertido ahora
en el pasaporte a la vida. Él reúne al remanente y lo guía
desde
la esclavitud hacia la libertad. ¿Alguna vez ha visto a un
perro
que pasó toda su vida atado a una cadena? Al principio el
perro
trata de escaparse, pero pronto descubre que esa cadena es
más
fuerte que él, y desiste. Conoce sus límites y no ve
necesidad de
probarlos. Usted podría quitarle ese collar, y el perro no
se
escaparía. Permanece cautivo a algo que ya no existe. El
perro ha
sido liberado, pero no guiado. Así es la existencia de la
mayoría
de los cristianos en este mundo. Todos hemos estado
anclados por
el pecado, y Cristo ha roto nuestras cadenas. Él es
nuestro
Libertador. Pero para muchos, Él no es su Guiador.
Rechazan
seguirlo y abandonar la comodidad de un pasado conocido
pero
lamentable, se contentan con una vida de esclavitud,
pobreza y
enfermedad. “Yo he venido para que tengan vida–Jesús dijo
en Juan
10:10– y para que la tengan en abundancia”.
El Vencedor que va delante de nosotros vino a
liberarnos y a
guiarnos fuera de nuestra esclavitud. ¿Qué lo mueve a ser
el
Vencedor a favor de nuestras vidas? Es el mejor amigo del
pecador.
Jesús declaró: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida,
nadie
viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6).
Él es el que quiebra nuestras ataduras y nos abre el
camino a
la libertad. Es el “amigo más unido que un hermano”
(Proverbios
18:24). No es cualquier Vencedor. Él es su Vencedor.